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Un “milagro productivo” que genera 1.500 empleos

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Un “milagro productivo” que genera 1.500 empleos

En una escala pocas veces vista en Argentina, La Moraleja es el caso más impactante del poder de transformación del hombre sobre la naturaleza para generar alimentos y empleos. Allí donde había monte salteño hoy hay 3.000 hectáreas de limones regados por goteo, probablemente la superficie más grande del mundo bajo este sistema y una fábrica que los industrializa y exporta en un 90% sus productos: aceite de limón, jugos concentrados y cáscara deshidratada.

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A lo que hay que agregar como actividad secundaria, si cabe el término por las dimensiones, 40 hectáreas de invernáculos para producir tomate, pimiento y melones. Y allí, donde no se podrían emplear más que una decena de trabajadores en una actividad extensiva, se brinda empleo a 1.500 personas, 400 en forma fija y 1.100 como trabajadores zafrales.
El comienzo de este milagro productivo, que el año pasado ganó en la categoría Mejor Industria Agroalimentaria en el Premio a La Excelencia Agropecuaria otorgado por La Nación y Banco Galicia, se debe a una obstinación y a un obstinado. Ignacio Blanco es un ingeniero agrónomo español que llegó a principios de los años ‘80 a la Argentina por encargo de la familia Sanchis para hacerse cargo del campo que habían comprado en Salta. Ignacio Blanco venía aferrado a una verdad que había aprendido en la región de León donde había nacido y apenas llueven poco más de 400 milímetros por año: sin agua no hay producción posible. Lo primero que observó fue que el campo de Apolinario Saravia tenía un régimen de lluvias variable y muy estacionado en los meses de verano. Los 800 milímetros anuales caían todos juntos y no revertían la situación de déficit hídrico de los cultivos.
Pero el agua que no venía de las tormentas estaba en el arroyo Cabeza de Vaca que pasaba por el establecimiento. El curso de agua transitaba en medio de una indiferencia absoluta sin que nadie pensara en aprovecharla. Para Blanco esta situación representaba el colmo de los sinsentidos. Se obstinó entonces en emplear muchos años para construir con recursos limitados y maquinaria propia un canal derivador del arroyo y una represa de 200 hectáreas con capacidad para almacenar 11 millones de metros cúbicos de agua. Y la pudo ubicar en la parte más alta de La Moraleja para que, por gravedad, y sin el uso de energía se pudiera regar toda la superficie. “Aquí todo el mundo estaba en contra de esta idea. Creían que estaba loco. Lo importante es que la represa funcionó y nunca se rompió. Sin agua nunca íbamos a poder regar los limones y los invernáculos y llegar a tener este proyecto productivo”, afirma Blanco, hoy con más de 70 años.
Una vez construida la represa se pensó en regar cultivos de caña de azúcar. Hasta que apareció el limón. O mejor dicho el acuerdo con una de los gigantes mundiales de refrescos, cuyo nombre mantienen en la máxima confidencialidad, que les aseguró la compra por 20 años del aceite de limón.
Esto les brindó una seguridad y un horizonte para apostar fuerte en el proyecto y generó el giro definitivo a La Moraleja. Así pusieron manos a la obra y mientras las plantas de limón crecían comenzaron la construcción de la fábrica que les llevó cerca de dos años. Tuvieron que sincronizar los tiempos de la producción con los de la industria hasta ensamblar la integración completa. No fue fácil si se tiene en cuenta que el proceso comienza en plantines de limón en invernáculos que luego son injertados a pies de mandarinas, por tener un sistema radicular mejor y más sano, para luego ser trasplantados en el campo. Un proceso que lleva por lo menos cuatro años hasta que recién comienza la producción rentable del limón. De ahí en más cada planta puede llegar a producir por año 2.000 limones, aunque es muy variable.

Fuente: LA NACIÓN / GDA